La Jabalina en una imagen de 1953. Foto: La Voz de Galicia. |
¡La Jabalina!, ¡Que viene la Jabalina!. La rapazada que entre los años cincuenta y sesenta vivía en el barrio de O Burgo veía pasar prácticamente a diario a un personaje que, sin pretenderlo, infundía temor.
Era una mujer de larga figura -a los niños nos parecía casi gigante-, vestida de negro de la cabeza a los pies, de aspecto desaliñado y siempre cargada con un saco a modo de hatillo en el que se suponía que solo llevaba enseres personales, pero que se prestaba a que fantaseásemos con su contenido.
Adelina, La Jabalina, tenía un paso lento y cansino y su aparición era de las pocas cosas que perturbaban la tranquilidad infantil en el barrio. Eran tiempos de pasar todo el día en la calle, en caminos y huertas traseras, como la del señor Julio, el cuidador del campo de Pasarón y tío de Ufarte... De jugar al trompo, al pincho, a la pelota en medio de la carretera, a tirarse por cuesta en carrilana, en bicicleta o en triciclo, sin manos o con los pies en el manillar cual artistas circenses, con el riesgo de acabar en el Santa Rita para que te cosieran la ceja, el mentón o la rodilla. No conozco a nadie de la época que no tenga al menos una o dos cicatrices de «guerra».
El tráfico tampoco era un problema en la carretera de la Coruña, hoy avenida. El trolebús que iba a Lérez, uno o dos coches cada cinco minutos o diez minutos, las Velosolex, vespas, motocarros y las camionetas de reparto. Nuestras preferidas eran la de Fis-Fas y Boy -los refrescos del momento- y la del hielo, en las que siempre conseguías arrancar algún trozo de las barras para chupar como un helado.
Trasiego hacia Pasarón antes del partido. Foto: Rafa. |
La monotonía solo se rompía los domingos de fútbol en Pasarón. Entonces, el trasiego de coches y gente hacia el estadio se convertía en un espectáculo que los vecinos que no iban al campo contemplaban desde los balcones.
Este era el barrio por el que veíamos pasar a diario a la Jabalina. Por las mañanas, camino del pueblo -como se denominada en el extrarradio al centro de la ciudad- , y por las tardes, de vuelta a Lérez, donde al parecer vivía esta mujer, aunque en realidad era natural de la parte de Verducido y Xeve, por donde también deambulada.
Aparecía siempre de repente y de manera silenciosa, sin articular palabra y sin meterse con nadie. Era inofensiva, pero su mera presencia espantaba a la chavalada, que corría a esconderse en los portales escaleras arriba o a refugiarse en las tiendas de Magdalena, de Jesús o de Marcial, donde por una peseta te daban cuatro caramelos Sugus o dos tofes de la Viuda de Solano, de aquella un artículo de lujo.
Especulábamos con que Adelina vivía en una siniestra cueva, que en realidad era una casa de planta baja. Y cuando no la mentaban para conseguir que te portaras bien, los mayores contaban que era «gente de bien», con recursos, pero que por circunstancias de la vida «perdió la razón». O eso hizo creer a todos. Igual era una incomprendida, una inconformista o una antisistema que optó por encerrarse en sí misma y vivir al margen de la sociedad de la época.
También decían que bajo aquella imagen de mujer desaliñada y sucia, se escondía un rostro que en su tiempo debió de ser atractivo. Nunca la tuvimos tan cerca como para mirarle la cara, que además la solía llevar semitapada. Solo vislumbramos a distancia sus grandes manos y pies.
La Jabalina era uno de los muchos personajes de la vieja Pontevedra que se salían absolutamente de lo normal y que contrastaban con otros más divertidos y curiosos de un paisaje cotidiano superado, pero que permanece en la memoria colectiva de esta ciudad. Solo es cuestión de recordar.
Artículo publicado en "La Voz de Galicia" por Elena Larriba.
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